Este espacio es un ritual de encuentro, indagación y meditación desde el corazón. Coinciden diversas técnicas que apunta a un mismo objetivo, despertar la sensibilidad, la empatía, la escucha, el reconocimiento y la compasión.
Es necesario leer el artículo que hay a continuación (El Despertar del Corazón) para entender las claves de trabajo. Y es preferible tener una cierta experiencia en la meditación y en el crecimiento personal.
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Todo empieza, o debería empezar, por la escucha. Escuchar no es proyectar, idear o interpretar la realidad que vivimos, muy al contrario, es acoger y aterrizar en lo que existe. Escuchamos lo que hay, no lo que nos gustaría encontrar. Y por eso mismo, empezar por escuchar, por escucharse, se convierte en un reencuentro, íntimo, inspirador pero también, a menudo, demasiado a menudo, abrumador.
Para escuchar hay que hacer silencio. Restringir el ruido exterior es relativamente fácil, el ruido interno requiere de una voluntad de hierro para no ser llevado por las tentaciones de los sentidos, por las veleidades de los sentimientos o por las sugerencias de los pensamientos. Entonces se abre la realidad que permanecía agazapada temerosa de no encajar en una autoimagen que se ha ido imponiendo entre el premio y el castigo, el reconocimiento y la marginación, el éxito y el fracaso a lo largo de toda una vida. Sin embargo, lo que nos habita, lo que se ha ido cristalizando con las vivencias y sedimentando con los años tiene su razón de ser, tiene su lógica, a veces contrahecha e irracional pero, al fin y al cabo, es lo que ha terminado siendo, lo real, lo que actúa a la luz y a la sombra de lo que creemos ser. El tiempo pesa y se decanta, aunque nos pese.
Lo real, creo que hay que recalcarlo, no es una cosa fija que nos encadena hasta el fin de los tiempos, es simplemente un punto de partida. Es el punto preciso del espacio-tiempo donde nuestro pie, valga la imagen, se apoya para dar un salto hacia delante, o para mantenerse en equilibrio. Buscar lo real es como encontrar la cerradura que abre la puerta de un camino de comprensión profunda.
Escuchar la algarabía del corazón o la fe del alma es tan fácil como seguir la corriente y dejar que la música mueva nuestros pies. Pero abrirse sin resquemor a lo que nos llena de congoja, nos da miedo o nos deja intranquilos necesita un plus de coraje. En este coraje, lo más inteligente es apoyarse en la mirada atenta y ecuánime de otra persona, que haga de canal y de pantalla para poder vernos reflejados en su semblante.
Hay que decir, de entrada, que la comunicación humana que vivimos en el día a día está trampeada por tantos condicionantes que tendríamos que tachar la misma palabra “comunicación” para sustituirla por una mezcla de consejos, órdenes o rumores que, en tantos momentos, se convierten en enredos, malentendidos o difamaciones. No conocemos nuestro fondo ni el fondo del otro y la comunicación brilla por su ausencia dejando un rastro de perplejidad.
Tras la escucha en profundidad hay que intentar expresarla de forma sincera, delante de alguien que no nos interrumpe, no nos malinterprete y no se haga una idea burda de lo que sentimos. Las palabras tienen un límite. No pueden expresar toda la profundidad de lo que vivimos, y están, por así decir, maniatadas por el significante. Pero, ojo, lo importante no es la literalidad de lo que decimos sino la resonancia que deja a su paso. Por eso decimos que hay que leer entre líneas y que, a buen entendedor, pocas palabras bastan.
Aprender a verbalizar es pasarle un cedazo al maremagnum de lo que sentimos o pensamos y articular, bajo la promesa de encontrar un sentido oculto, aquello que es verdaderamente significativo. Para ello hay que trascender la habladuría interior, el decir sin decir nada, el corre-ve-y-dile, el querer halagar o impresionar a nuestro escuchador. En realidad, el otro no es alguien en concreto, aunque sí lo sea, pero se convierte en el juego simbólico en el abismo que permite la reverberación de un eco para poder así entendernos. Mientras verbalizamos nos vamos dando cuenta que no somos esto o aquello, lo que pasó o lo que fantaseamos que pasará, somos y punto. Somos más allá de los adjetivos calificativos. Por eso la verbalización en realidad es un desnudamiento, un soltar identificaciones y ofensas, un desdramatizar lo que se opone a nuestro impulso, hasta que uno se instala en su naturaleza esencial y silencia todas las voces.
Si bien es un malabarismo verbalizar sin repetirse, sin maquillar lo vivido o sin escaparse con la cometa de las fantasías, escuchar al otro, con presencia y sin juicio es un arte de difícil dominio. Porque, para ser sinceros, aunque hagamos muchas veces el empeño de estar con el otro, la verdad es que nos importan los demás bien poco, casi nada o llanamente, nada. Encima de la atalaya de nuestro narcisismo, bien cebado por el sistema dominante, las realidades de los otros se vuelven miniaturas en un enorme teatro de cartón piedra. Salvando, como es evidente, personas y momentos que nos conmueven de veras.
Por eso escuchar al otro se vuelve tan importante y tan cuestionador al mismo tiempo, porque nos hace ver, en pocos minutos, si nuestra escucha es sincera. Tener al otro lado de nuestro horizonte vital a alguien interesante, tal vez popular, que comulga con nuestros gustos y que, incluso, tararee nuestras canciones favoritas es, cuanto menos, espejearse infinitamente como cuando entrábamos en el laberinto de espejos en la feria de turno de nuestra ciudad. Pero estar delante del otro es, sin duda, enfrentarse con la diferencia. Y la realidad también tiene otro género, otra edad, raza, clase social, apariencia, hábitos, cultura, lengua y un sinfín de matices de lo humano. Eso es la humanidad: una multitud de estrategias biológicas y culturales para responder a las mismas necesidades.
Escuchar lo diferente es reconocer también, y sobre todo, lo diferente que nos anida para dejar de ser extraños a uno mismo. La apertura hacia la otredad es también descenso a nuestras profundidades en la posibilidad de descubrir otras formas de ser. Claro que el otro no nos va a contar un chiste o una anécdota divertida, ya están las redes sociales para ello, nos va a contar la vida. Nos contará ilusiones y proyectos, enamoramientos y viajes, esperanzas y victorias pero, sin duda, aparecerán también las ilusiones rotas, los desencuentros, la inseguridad económica y emocional que nos persigue, el futuro incierto, la angustia en el vivir que apenas se calma con una copa o el mismo insomnio que nos aplasta con el peso de la nada y no nos deja descansar en paz.
Llámale insatisfacción, desencanto o agobio, da igual, lo importante es que tenemos una asignatura pendiente, dar una respuesta al sufrimiento. Y, en estas, abrirse al sufrimiento ajeno es el mejor rodeo para sentir el propio, de la misma manera que dos cuerdas de guitarra vibran cuando coinciden en la frecuencia. En el fondo, dejando aparte las idiosincrasias, nada nos es ajeno. Si pudiéramos escuchar a los demás de forma ecuánime, sin tomar partido, sin desconectar, sin ningunearlo, podría aparecer un sentimiento de compasión que allanaría los picos de un dolor insufrible.
Una vez abierta la herida hay que cicatrizarla. Todos arrastramos heridas, algunas son pequeñas pero profundas, otras grandes pero superficiales. Lo que define cualquier herida es un discontinuo, una fragmentación de lo que previamente estaba unido. Lo vemos claramente en la piel, pero también se da en el alma, en la mente o en el corazón. Cuando uno no obtiene lo que pretendía, cuando el amor no es correspondido, cuando se pierde la salud a pesar del esfuerzo por mantenerla… algo se rompe. Quizá el enfoque no era del todo adecuado, o la impermanencia de la existencia tome por su cuenta otros derroteros, o quién sabe.
Sea lo que sea, una mirada, una mano en el hombro, una sonrisa o un abrazo puede restañar las heridas más de lo que nos imaginamos. Hay en el contacto algo tan ancestral que todos los mamíferos tenemos en el saco de nuestro instinto ese contacto salvífico. Tocar es reconectar con el cuerpo, con la tierra, en definitiva con la vida. Los poderes totalitarios que lo han convertido en tabú saben mucho de su capacidad regenerativa, y por eso lo temen.
Si el toque es delicado, respetuoso, tierno, compasivo, el corazón, presto, empieza a despertar. Tenemos a menudo una duda crucial: no estamos seguros de nuestra existencia. Todo a nuestro alrededor parece tan irreal que apenas nos sentimos. Nos miramos al espejo incrédulos y la filosofía de tres al cuarto nos obnubila. No obstante, el contacto sensitivo corrige sin mediar palabra esa disfunción. La mano, la piel, nos hace de toma de tierra y nos abre los poros, desembarra los diques energéticos, deshace las rotaciones y los acortamientos de nuestro cuerpo. Lo mismo que ya sabe el bebé cuando es acariciado por su madre.
Ahora bien, sólo pretendemos despertar el corazón. Una vez despierto hay que dialogar con él. Hay que escuchar sus secretos, sus motivaciones, sus anhelos, incluso sus delirios. Y esto hay que hacerlo en la quietud de la meditación. El espacio meditativo es la gran prueba de madurez. Hay que recoger pacientemente todas nuestras proyecciones que se han ido acomodando allá fuera hasta crear una realidad paralela y desvanecerlas. Porque, en la meditación, vamos comprendiendo que lo único real es este aire que respiro, esta sensación que se activa, este pensamiento que cruza veloz o esta emoción que se desenreda. Comprendemos que somos una peculiar aleación de energía y consciencia que está todo el tiempo haciendo equilibrios con las circunstancias. Si lo vivimos como inestabilidad lo sufriremos, si, en cambio, danzamos con el flujo de la vida haremos arte.
Pero en el fondo, por debajo de ese calidoscopio de vida que nos ha sido dado, hay un impulso evolutivo que nos acerca a la trascendencia. Convertir el egoísmo en bondad, la ignorancia en sabiduría y la importancia personal en compasión por todos los seres vivos. Puestos a invertir en estos tiempos tan convulsos, vale la pena invertir en lo más noble que el ser humano ha podido conquistar.
El ritual es muy sencillo, rescata gestos olvidados como escuchar, expresar, mirar, tocar o contemplar en silencio bajo un orden de respeto y de sentido para permitirnos expresar (o reconocer) eso que nuestro corazón se le hace un nudo y no sabe cómo expresar. Y, como no, pone de acuerdo lo que verdaderamente somos, una unión de cuerpo, mente y espíritu.
Om Shanti, paz a todos los seres. Julián Peragón. Escuela Yoga Síntesis